domingo, 14 de outubro de 2007

SOBRE EL PODER DE LA PRENSA

José Ortega y Gasset

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Señor director de El Sol:
Mi querido amigo: Me parece muy bien que El Sol defienda a la Prensa frente a mis elucubraciones si
cree que yo la he atacado. Todo ataque justifica no solo la defensa, sino el contraataque. Pero lo que
francamente ya no me parece tan bien es que El Sol crea en efecto o finja creer que yo la he atacado. Por
varias razones. La primera es que, deleznable o no, mi producción ha pasado casi integra por las
columnas mismas de El Sol. Son trece años de casi continuo gravitar mi prosa, a veces kilométrica, sobre
este periódico. No es un día ni dos. Al cabo de esos trece años, por fuerza tiene que haberse acusado en la
mente de los lectores, y más aún de los compañeros de casa periodística, el carácter propio a mi manera
de escribir. Y es lo más característico de ese carácter, que no he «atacado» nunca a nadie ni a nada. Desde
que comencé a escribir he procurado ejercer con rigorosa escrupulosidad mi oficio de intelectual. El
intelectual, en mi entender, ha venido al mundo nada más que para esforzarse en perseguir la verdad, y
una vez encontrada lanzarla canoramente al viento. Se puede pensar que ese menester de veracidad es
superfluo y aun funesto. Por eso, con innegable lógica, los hombres que piensan así se han dedicado de
cuando en cuando a ahorcar intelectuales. Pero lo que carece de lógica es admitir al intelectual y, al
mismo tiempo, enfadarse porque sus verdades son ásperas y considerarlas como «ataques». El caso
presente es el mejor ejemplo.
Yo he insinuado varias veces, y más enérgicamente en mi último artículo, que la situación de la Prensa en
Europa tiene que cambiar si Europa quiere salvarse.
Pongamos que esto es una opinión errónea. ¿Pero puede significar eso lo que se llama un «ataque»? La
diferencia es importante. Cuando alguien nos ataca no tenemos porqué entretenernos en sopesar
serenamente si tiene razón o no; antes bien, procuraremos colocarnos desde luego en actitud defensiva y
de represalia, dejando para otro tiempo la obligación de ser veraces. Pero solo hay ataque cuando es al
menos presumible la intención de atacar. Ahora bien; ¿quiere usted decirme qué sentido tiene que alguien,
sea quien sea, ataque a la Prensa, y no ya a la de una nación, sino a la de Europa entera? Recuerde usted
el cuento de Manolito Gázquez, en que este héroe andaluz se jacta de haber evitado por completo que le
toque una gota de agua durante un aguacero, no más que esgrimiendo contra la lluvia su florete. Atacar a
la Prensa así, in genere, seria dar una puñalada al mar o un mordisco al aire.
Es, pues, ridículo que cuando se subraya un defecto, o simplemente una limitación nativa de la Prensa, se
revuelva esta ofendida, como si fuese una persona individual o un grupo particular y definido. No,
querido amigo, la Prensa no es usted ni soy yo ni las docenas de periodistas madrileños con sus nombres
propios e inalienables: es una fuerza histórica elemental y tremenda, sobre la cual tenemos que meditar
todos, usted y yo, los periodistas madrileños y los ciudadanos de todas las naciones. Diga usted, pues, que
yo me he equivocado de medio a medio; pero no diga usted que he herido su amor propio. Yo no he visto
que el terremoto proteste porque en un periódico se diga: «El movimiento sísmico causó graves daños. Se
produjo el fenómeno porque el terreno, de índole volcánica, es poco sólido».
Otra razón que debió impedir colocarse ante mis párrafos en actitud defensiva es la ficción que el propio
editorial de El Sol emplea para contestarme. Me trata en él reiterada y acentuadamente como profesor de
la Universidad, es decir, como un extraño que desde fuera de la Prensa opina sobre ella. Con esta ficción
se gana la mitad de camino para que en efecto parezcan mis frases un ataque oriundo de una clase
intelectual -los catedráticos- émula o envidiosa del poder que goza otra clase de intelectuales -los
periodistas-. Y yo, claro está, no puedo negar que tengo algo de profesor universitario; pero reconocerá El
Sol que se me ha notado muy poco. Los veinte años de labor que he enterrado en la Universidad han
pasado por completo desapercibidos para el gran público, y yo jamás me he reclamado de ellos para nada.
Al contrario: he vivido ea la intemperie del periódico no solo como colaborador, sino como pluma
anónima. He asumido durante toda mi vida los riesgos y enojos de la profesión periodística, y además he
vivido económicamente de ella. Es, pues, vano que El Sol finja contestar a un señor que es profesor
universitario y habita la casa de enfrente. No; contesta a un periodista que tiene sobre la Prensa ideas
distintas de las suyas, y a lo que parece, equivocadas.
La diferencia también es aquí importante. Yo no comprendo por qué El Sol que está siempre dispuesto a
hacer usos nuevos cuando los viejos se muestran a las claras inaceptables, ha querido ahora seguir la
arcaica y funesta costumbre de reaccionar «por espíritu de cuerpo», y «creerse en el caso» de solidarizarse
con la totalidad de una profesión. Esto no se usa ya más que en España, y es una de nuestras lepras. Así
no saldremos nunca a alta mar, no conseguiremos que las cosas se instauren sobre un área de minina
verdad, la única capaz de sostener una mediana organización nacional. Para que una profesión se
mantenga en plena eficiencia es menester que exista siempre en ella un grupo disidente, resuelto a no
hacerse solidario m responsable de los vicios profundos que el resto del «cuerpo» cultiva y favorece. Solo
ese grupo se encontrará siempre en limpio y podrá salvar ante el público la profesión, atrayendo sobre si
el respeto y la autoridad necesarios. Es esta una idea que sostengo hace mucho tiempo. Así, en 1914 [en
Vieja y nueva política], me servía ya para fundar en ella mi anuncio de las graves malaventuras en que iba
a caer el Ejército español: «En todos los demás organismos nacionales -decía yo- ha habido individuos de
los que rinden en ellos funciones de servicio y entierran en ellos sus esfuerzos, pertenecientes en su
mayoría a las nuevas generaciones, que han tenido el valor, que han cumplido el deber de declarar los
defectos fundamentales de esos organismos En cambio, hasta hoy no conocemos críticas amplias y
severas de la organización del Ejército, y esto es un deber que se haga, este es un asunto, en que nosotros
debemos estar decididos a conseguir esclarecimiento».
Este «espíritu de cuerpo» lleva a El Sol a perder la razón contra mí, haciéndole rechazar como erróneos
hechos trivialísimos a que yo he aludido y que a todo el mundo constan. Por ejemplo, «los intereses,
muchas veces inconfesables, de las Empresas» periodísticas. Es el caso que en mi artículo se hace alusión
a este hecho tan notorio, precisamente para quitarle relativamente importancia y fijar la atención sobre las
limitaciones naturales de la Prensa, aún en el caso más puro de su ejercicio. Yo decía: «Habrían de no
obrar sobre los periódicos los intereses, muchas veces inconfesables, de sus Empresas; habría de
mantenerse el dinero castamente alejado de influir en la doctrina de los diarios, y bastaría a la Prensa
abandonarse a su propia misión para pintar el mundo del revés».
Si, pues, no se hacia cuestión de esos "intereses inconfesables», ¿qué diablo ha inspirado a El Sol la
resolución de negar que existan y tratar de rectificarme en un dato que le consta tan perfectamente como a
mí? Esto es perder la razón por no buscar el tenerla, y en vez de ello adoptar una postura inoportuna de
abogado y defensor, en vez de colaborar en el franco empeño de descubrir el verdadero puesto y oficio y
limites de la Prensa dentro de la vida europea que se avecina.
Ha hecho mal El Sol en no querer dejarme a mí ni un pico de razón, porque con ello revela que no iba
tranquilamente a discutir lo que las cosas son y deben ser, sino a defender hasta lo indefendible. No hay
verosimilitud ninguna de que alguien, sea quien sea, se equivoque tan integralmente, hasta en esos
detalles, como El Sol da a entender que yo me he equivocado.
Conozco El Sol desde su cuna. Conozco minuciosamente la actuación de su Empresa, y sé muy bien que
no solo no inspira a su periódico según intereses inconfesables, sino que, al revés, El Sol le ha servido
solo para atraer sobre los negocios particulares de sus empresarios los rayos más abusivos del Poder
público. Yo sé todo esto tan bien, ni más ni menos, como pueda saberlo El Sol mismo. Pero El Sol mismo
sabe, ni más ni menos tan bien corno yo, que ese es un caso no único, pero sí excepcional o sumamente
infrecuente en el volumen enorme de la Prensa europea. ¿Por qué entonces finge ignorarlo y me presenta
como habiendo dicho yo algo que no se ajusta a la verdad?
Esto es lo que yo llamo viejo periodismo y mal periodismo (I).
Ya indicaba en mi artículo que sobre el influjo de la Prensa en la época actual habría que hablar muy
largo si se querían poner las cosas en su punto. Yo no pretendía allí ni ahora hacerlo porque necesito estos
días escribir sobre asuntos españoles de extremada urgencia. Pero sí quiero terminar sosteniendo que el
editorial de El Sol no contesta a la tesis de mi artículo sino a otra imaginaria de que no soy responsable.
Yo no he dicho ni en un momento de obnubilación que deba arrebatarse a la Prensa el «poder espiritual»
que hoy ejerce. Yo procuro, al escribir, evitar las tonterías muy gruesas, y eso sería una de gran formato.
Menos todavía me ha ocurrido proponer que la Universidad ejerza ese «poder espiritual» que hoy
administra la Prensa. Por la sencilla razón de que la Universidad es, poco más o menos, lo contrario que
la Prensa, y no tendría sentido que quisiera ejercitar el mismo poder. No se trata de un solo poder que
convenga traspasar.
Mi tesis es sobremanera distinta; pero debí formularla torpísimamente cuando ha sido tan al revés
entendida. Lo que aspiraba a decir era esto: Normalmente han coexistido en la historia diversos «poderes
espirituales», y solo esta pluralidad de poderes diferentes y más o menos antagónicos asegura la salud
social. Esos poderes tuvieron y tienen -inexorablemente- rangos distintos, aunque todos son, en efecto,
espirituales. Hace trescientos años, por ejemplo, coexistían en Francia las influencias o presiones de
espíritu siguientes: la Iglesia, el Estado, la Universidad, la literatura (belles lettres). Pues bien:
yo pienso, acaso con error, que hoy no posee plena vivacidad más que un solo «poder espiritual» -el de la
Prensa-. Ahora bien: este es, por la naturaleza misma de la Prensa, el menos elevado de los «poderes
espirituales». Situación tal me parece funestísima. Y pido en consecuencia, no que la Prensa deje de ser
un "poder espiritual», sino que no sea el único y que sufra la concurrencia y corrección de otros. De uno,
por lo pronto: la Universidad. Se trata, pues, de la colaboración y confrontación, si se quiere hasta de la
lucha, entre dos formas de espíritu distintas, para que el hombre medio pueda recibir dos imágenes o
interpretaciones diferentes del mundo. La interpretación periodística es y será siempre la perspectiva de lo
momentáneo como tal. Por mucho que colaboren en el periódico los universitarios, la perspectiva, tono,
tendencias y modos dominantes serán los periodísticos (esta discusión es un ejemplo de ello).
La interpretación universitaria de las «cosas» es y será siempre la de acentuar en la actualidad lo no
momentáneo.
Ninguno de estos son asuntos o hechos que yo invento. Del siglo XIII al XVII -por tanto los siglos en que
«cuaja» Europa- la Universidad intervenía en la vida pública no vagamente, sino ejerciendo un poder
concretísimo, casi jurisdiccional, mediante sus dictámenes sobre los asuntos más actuales y graves de la
vida pública. Los reyes o las repúblicas tenían, quisieran o no, que contar con ella porque poseía «poder
social». Este poder social» no se concede por nadie como un título, sino que es un hecho absoluto dentro
de la sociedad y se tiene o no. Hoy la Universidad no lo tiene -ni poco ni mucho-. La prueba más
inmediata de ello es que El Sol para contestarme, supone que yo soy solo un pobre «sabio profesor» de la
Universidad, como diciendo: ¡Ahí me las dén todas!Esto es lo que no puede seguir siendo, y, ¡por Baco!,
no será. Es intolerable el imperio espiritual indiviso de la Prensa. Y yo estoy resuelto a predicar esto por
todas las provincias de España, por todas las naciones adonde sé que llega un poco mi voz, por un par de
continentes; en diversos idiomas, en variados tonos -porque es una verdad como un templo-. Y estoy
resuelto a decir mi verdad por muy áspera que sea. Porque en Europa no se puede ya respirar de pura y
total falsificación miasmática en las bases mismas de la vida pública. En cuanto a esa historia del «poder
espiritual», tampoco se trata de una simple ocurrencia mía.
Son una idea y un nombre inventados con esa ampliación de sentido cuando tenían, por fuerza, que
inventarse, a la hora en que el problema a que se refieren comenzó a ser agudo: 1830-1850: Augusto
Comte. No es, pues, un concepto vago, sino suficientemente preciso, sobre el que han pensado muchos
hombres de alta mente. Yo no tengo la culpa si se han ocupado de él muy poco los periódicos.
Coeterum censeo delendam esse Monarchiam
(El Sol, 13 de noviembre de 1930.)

(I) Peor todavía, pero por razones particulares, me parece que El Sol se crea en el caso de recordarme a
mi como era la Prensa española de hace treinta años.
Este es un desliz de orden personal sobre el cual espero la leal y espontánea contrición de El Sol.

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